miércoles, 10 de junio de 2015

Primer acercamiento al litigio estratégico


 
  
Carlos Morales
 
Hace algunos cuantos años meru antes de acabar el milenio, recibí una llamada para defender a una mi paisana zapoteca de Tehuantepec que fue detenida cuando viajaba de Tehuantepec a la ciudad de Oaxaca con tres iguanas porque mero su hija, participaría en el concurso para Diosa Centéotl en el marco de las fiestas de la Guelaguetza. La señora explicaba con mucha precisión al agente del Ministerio Público que no había razón para su detención pues las iguanas eran un complemento del traje que su hija usaría en el concurso étnico, que era una costumbre que al traje de la mujer istmeña se le agregara, en ocasiones, como tocado un atado de iguanas; que en el Istmo, las iguanas eran vendidas en el mercado a plena luz del día y que formaba parte de la alimentación cotidiana del istmeño, que por ello, debía ser puesta en libertad. La señora sin saberlo argumentaba que la diversidad cultural era causa de exclusión de delito.

Lo que decía mi paisana era cierto. Mi pertenencia a la comunidad zapoteca del Istmo de Tehuantepec, me permitía entender esto. Las fotografías de Graciela Iturbide lo corroboran gráficamente. Las iguanas forman parte del realismo mágico de los habitantes del Macondo istmeño. El desayuno dominical de mi infancia tenía como base la rica y magra carne de aquellos reptiles obscuros y abundantes.
 
“Los zapotecos —explicaba al agente del MP proveniente de algún estado del centro del país, haciendo un improvisado alegato de oreja— comemos iguanas, por las noches escuchamos el murmullo de su cuerpo raspando sobre la tejavana, nos mira desde su refugio pétreo con sus ojitos jurásicos, escuchamos su respiración entre los horcones. Los istmeños sabemos de qué lado masca la iguana que es amiga, compañera y alimento. La istmeña rumbo al mercado carga un equilibrado racimo de reptiles sobre la cabeza” mientras le mostraba unas imágenes del universo chicotolediano del Guchachi´ Reza bajadas del Altavista.

 “Entiendo eso, pero aquí hay un delito ambiental” —me dijo sin tomar en cuenta mi poético discurso postulando sin saberlo la supremacía del derecho positivo sobre el derecho indígena— “la doña ha actualizado un tipo penal que establece al que capture pues trae consigo las iguanas, ejemplares de especies en peligro de extinción y la pectinata según la Norma Oficial Mexicana está en ese status, además, las capturó sin la autorización correspondiente pues la Semarnap no la autorizó para traer las iguanas, lo que actualiza el tipo penal previsto en el artículo 420, fracción IV, del Código Penal Federal (CPF).

 “Además —me dijo haciendo un rápido estudio de la antijuridicidad y culpabilidad— no existe causa que justifique la conducta ni anule la culpabilidad pues no capturó las iguanas en cumplimiento de un deber, ejercicio de un derecho, estado de necesidad justificante, ni por error ni por desconocimiento, por lo tanto, no puedo dejarla en libertad.”
 
Las dos visiones respecto del tema indígena quedaron evidenciados aquella mañana, por una parte, una persona integrante de una comunidad indígena que buscaba que sus costumbres no fueran criminalizadas, por otra, la autoridad aplicando tabula rasa la ley vigente.
 
En esas estábamos cuando el MP recibió una llamada: algunas autoridades estatales pedían la libertad de la señora porque los danzantes que participarían en la Guelaguetza —la fiesta indígena más importante de México— amenazaron con no acudir si la señora de las iguanas seguía detenida. El MP, sensibilizado, elaboro un acuerdo en el que hizo alguna referencia sobre el error y el desconocimiento y puso en libertad a la señora y sus iguanas. Al día siguiente, la hija de mi paisana en el parque El pañuelito, ataviada con el floral traje istmeño, habló y explicó la historia de los Binigulaza con las iguanas en la cabeza pero lamentablemente no ganó el cetro étnico.
  
Fue mi primer acercamiento a la problemática del derecho penal versus derechos indígenas. En mi mente revoloteaban como alcaravanes las ideas. El tema planteado en el caso de la señora era complejo. ¿Cómo hacer para que las personas indígenas no fueran sancionados cuando practicaban sus costumbres y éstas, las costumbres, colisionaren con el derecho positivo? El error de prohibición no debería ser la única salida pues aun cuando su aplicación pudiera ser benéfica para las y los indígenas en su aplicación se sigue considerando ignorante y tonto al indígena. La aplicación tabula rasa del derecho positivo generaría verdaderas injusticias.  Poco a poco fui obteniendo la certidumbre de que las defensas de indígenas con las herramientas del derecho positivo estaban condenadas al fracaso. Debo reconocer que había mucha imprecisión en mis análisis. Años después, hice el estado del arte de los derechos indígenas y me encontré con el gran cumulo de derechos contenidos en el artículo 2º constitucional reformado.
 
El artículo 2º era una norma reluciente en su pedestal constitucional. Evidencia palmaria de la táctica gubernativa de dar bebida de harina de maíz disuelta en agua con la falange. Establece una gran cantidad de derechos pero el Estado no había ni ha creado las normas reglamentarias u operativas que permitieran su aplicación. Hoy, 14 años después de su publicación, ni el legislativo federal ni los congresos locales han creado las normas reglamentarias que la Constitución les ordena. Es práctica común de los estados autoritarios la creación de normas generosas sin posibilidades de aplicación práctica. Era necesario implementar estrategias para su vigencia pues los derechos que no se ejercen se tornan en letra muerta. Había que buscar el camino.
 
(Continuará)
 
 

 
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