Carlos Morales
Hace algunos cuantos
años meru antes de acabar el milenio, recibí una llamada para defender a una mi paisana zapoteca de Tehuantepec
que fue detenida cuando viajaba de Tehuantepec a la ciudad de Oaxaca con tres
iguanas porque mero su hija,
participaría en el concurso para Diosa Centéotl en el marco de las fiestas de
la Guelaguetza. La señora explicaba con mucha precisión al agente del
Ministerio Público que no había razón para su detención pues las iguanas eran
un complemento del traje que su hija usaría en el concurso étnico, que era una
costumbre que al traje de la mujer istmeña se le agregara, en ocasiones, como
tocado un atado de iguanas; que en el Istmo, las iguanas eran vendidas en el
mercado a plena luz del día y que formaba parte de la alimentación cotidiana
del istmeño, que por ello, debía ser puesta en libertad. La señora sin saberlo
argumentaba que la diversidad cultural era causa de exclusión de delito.
Lo que decía
mi paisana era cierto. Mi pertenencia a la comunidad zapoteca del Istmo de
Tehuantepec, me permitía entender esto. Las fotografías de Graciela Iturbide lo
corroboran gráficamente. Las iguanas forman parte del realismo mágico de los
habitantes del Macondo istmeño. El desayuno dominical de mi infancia tenía como
base la rica y magra carne de aquellos reptiles obscuros y abundantes.
“Los zapotecos
—explicaba al agente del MP proveniente de algún estado del centro del país,
haciendo un improvisado alegato de oreja— comemos iguanas, por las noches
escuchamos el murmullo de su cuerpo raspando sobre la tejavana, nos mira desde
su refugio pétreo con sus ojitos jurásicos, escuchamos su respiración entre los
horcones. Los istmeños sabemos de qué lado masca la iguana que es amiga, compañera
y alimento. La istmeña rumbo al mercado carga un equilibrado racimo de reptiles
sobre la cabeza” mientras le mostraba unas imágenes del universo chicotolediano del Guchachi´ Reza bajadas del Altavista.
Las dos
visiones respecto del tema indígena quedaron evidenciados aquella mañana, por
una parte, una persona integrante de una comunidad indígena que buscaba que sus
costumbres no fueran criminalizadas, por otra, la autoridad aplicando tabula rasa la ley vigente.
En esas
estábamos cuando el MP recibió una llamada: algunas autoridades estatales
pedían la libertad de la señora porque los danzantes que participarían en la
Guelaguetza —la fiesta indígena más importante de México— amenazaron con no
acudir si la señora de las iguanas
seguía detenida. El MP, sensibilizado, elaboro un acuerdo en el que hizo alguna
referencia sobre el error y el desconocimiento y puso
en libertad a la señora y sus iguanas. Al día siguiente, la hija de mi paisana
en el parque El pañuelito, ataviada con el floral traje istmeño, habló y
explicó la historia de los Binigulaza con las iguanas en la cabeza pero
lamentablemente no ganó el cetro étnico.
Fue mi primer
acercamiento a la problemática del derecho penal versus derechos indígenas. En mi mente revoloteaban como
alcaravanes las ideas. El tema planteado en el caso de la señora era complejo.
¿Cómo hacer para que las personas indígenas no fueran sancionados cuando practicaban
sus costumbres y éstas, las costumbres, colisionaren con el derecho positivo?
El error de prohibición no debería ser la única salida pues aun cuando su
aplicación pudiera ser benéfica para las y los indígenas en su aplicación se
sigue considerando ignorante y tonto al indígena. La aplicación tabula rasa del derecho positivo
generaría verdaderas injusticias. Poco a
poco fui obteniendo la certidumbre de que las defensas de indígenas con las
herramientas del derecho positivo estaban condenadas al fracaso. Debo reconocer
que había mucha imprecisión en mis análisis. Años después, hice el estado del
arte de los derechos indígenas y me encontré con el gran cumulo de derechos
contenidos en el artículo 2º constitucional reformado.
El artículo 2º
era una norma reluciente en su pedestal constitucional. Evidencia palmaria de
la táctica gubernativa de dar bebida de
harina de maíz disuelta en agua con la falange. Establece una gran cantidad de
derechos pero el Estado no había ni ha creado las normas reglamentarias u
operativas que permitieran su aplicación. Hoy, 14 años después de su
publicación, ni el legislativo federal ni los congresos locales han creado las
normas reglamentarias que la Constitución les ordena. Es práctica común de los
estados autoritarios la creación de normas generosas sin posibilidades de
aplicación práctica. Era necesario implementar estrategias para su vigencia
pues los derechos que no se ejercen se tornan en letra muerta. Había que buscar
el camino.
(Continuará)
Me encanta que hayas compartido el comienzo de tu pasión que es el litigio estratégico, el cual veo esta lleno de folklor, con todo mi cariño y aprecio
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