Carlos Morales Sánchez
Sólo tenía cinco años cuando
recibí mi primera clase de derecho electoral y política. Aquel primer domingo
de julio, acompañé a mi padre a ejercer su derecho ciudadano en la urna
electoral del palacio municipal. El INE no existía, el propio secretario de
gobernación era quien organizaba las elecciones al presidir la Comisión Federal
Electoral en los tiempos del carro completo. Las credenciales de elector ni siquiera
tenían fotografía. Hicimos fila bajo el asfixiante sol istmeño de las doce del
día ausente el viento del sur. Recibió tres boletas: una para elegir diputado,
otra para senadores y otra para presidente, por cierto, el candidato a
presidente era candidato único apoyado por un frente tres partidos.
“Tacha todos los cuadritos porque
todo está amañado” ordenó. Así lo hice. Mi primer acercamiento a las elecciones
fue mediante un voto nulo.
Más o menos tenía claro que era
lo que hacía un presidente de la República pero no sabía qué era lo qué hacían
los diputados y senadores. Le pregunté mientras me echaba aire con el sombrero.
La respuesta mitad en castellano y mitad en zapoteco me alarmó: “Dicen que son
los encargados de hacer las leyes para el bien del pueblo pero no es cierto
sólo sirven a sus propios intereses. No nos representan, sólo sirven para
chingar al pueblo.”
El tiempo pasó. Años después pasó
por aquel Macondo istmeño un señor alto, canoso y blanco. Era un espécimen raro:
político y científico. Había inventado la tridilosa y había estado preso en el
68. Tenía nombre de corrido revolucionario. Se llamaba Heberto. En el auditorio
de la Progresista Istmeña le habló a un escasísimo auditorio. Estaba creando un
partido político que representara a la gente, que serviría —dijo— para llevar a
la cámara de diputados y senadores a verdaderos representantes del pueblo.
Hablé con él. Quería un México —dijo— en el que las autoridades sirvieran al
pueblo, en el que los diputados representarán a las personas y no a las
oligarquías, en el que el gobierno mandara obedeciendo.
Mi padre y Heberto nunca se
conocieron pero coincidían en algo en lo también que coincidimos usted y yo: los
diputados y senadores que deberían ser auténticos representantes populares no
lo son. La historia de desencuentros es larga. Nos la han aplicado muchas veces. Aún nos duele “la roqueseñal” de Roque
Villanueva al incrementar el IVA del 10 al 15 por ciento y más nos duele el
gasolinazo de finales del 2016. Inter
alia.
Pero el absoluto divorcio entre
representantes y representados quedó claramente evidenciado el 15 de diciembre
pasado en que los senadores aprobaron, desoyendo la voluntad popular, la inconstitucional
Ley de Seguridad Interior que previamente había sido aprobada por la Cámara de
Diputados.
Como nunca, una infinidad de voces
se alzaron en contra de la ley. Artistas, intelectuales, organismos no
gubernamentales, líderes de opinión, ciudadanas y ciudadanos y organismos
internacionales manifestaron su rechazo. Las redes sociales —instrumento
democratizador de la difusión de las ideas— permitieron apreciar la uniformidad
en el rechazo. Los juristas advirtieron que existen por lo menos cinco causas
de inconstitucionalidad de la Ley. Otras voces plantearon una propuesta
intermedia: querían que la ley fijare el plazo en que los militares continuaran
desempeñando tareas de seguridad pública y que ese tiempo se utilizare para
fortalecer a las corporaciones policiales. Nadie oyó las voces. Contra la
voluntad popular los “representantes populares” aprobaron la Ley de Seguridad
Interior.
El artículo 39 de la Constitución
establece que todo poder público dimana del pueblo y se instituye para
beneficio de éste. Con base en ese mandato constitucional, todas las personas que laboran en el Ejecutivo y
en el Legislativo y en los Poderes Judiciales son servidores públicos.
El patrón es el pueblo y el servidor público es el empleado. Son empleados del
pueblo el presidente de la República, los ministros de la SCJN, los diputados y
senadores hasta el último empleado estatal.
¿Entonces, si los diputados y
senadores son nuestros empleados porque no los despedimos y contratamos
(elegimos) otros?
Aquí está la trampa. No tenemos
un mecanismo legal para hacerlo.
No hay antídoto contra el veneno
si quien debe crear el antídoto es la serpiente: los legisladores mexicanos
jamás han dotado a la ciudadanía (patrón) de un mecanismo que controle la función
de sus empleados. No existe en la Constitución un mecanismo que permita a la
ciudadanía llamar a cuenta a sus empleados, porque, el Poder Legislativo no ha
querido darse ese balazo en el pie.
¿Qué podemos hacer entonces?
En Sudamérica, los ciudadanos
ejercen de facto el escrache. Es la manifestación
en el domicilio particular o lugar de oficina o lugares públicos en donde se
reconozca al servidor público a quien se quiere denunciar ante la opinión
pública. Es una manera de atosigar al servidor público. A veces da resultado a
veces no, pero en aquellos países sirve para que los congresistas le midan el
agua a los tubérculos.
En Colombia, existe una figura interesante: la Constitución de 1991, establece el juicio de pérdida de investidura que se traduce en la pérdida del mandato de un congresista por haber incurrido en determinadas conductas y la demanda puede ser interpuesta por cualquier ciudadano ante el Consejo de Estado. Desde su instauración a la fecha por lo menos 35 congresistas han perdido la investidura. Las causas son diversas: algunos por inasistencia, otro por inhabilidad, otros por celebración indebida de contratos y otro por ejercer como legislador y locutor. (Wikipedia dixit)
En Colombia, existe una figura interesante: la Constitución de 1991, establece el juicio de pérdida de investidura que se traduce en la pérdida del mandato de un congresista por haber incurrido en determinadas conductas y la demanda puede ser interpuesta por cualquier ciudadano ante el Consejo de Estado. Desde su instauración a la fecha por lo menos 35 congresistas han perdido la investidura. Las causas son diversas: algunos por inasistencia, otro por inhabilidad, otros por celebración indebida de contratos y otro por ejercer como legislador y locutor. (Wikipedia dixit)
En México no tenemos mecanismos de control. Tenemos que darnos
cuenta en donde está la trampa. Los ciudadanos no tenemos mecanismos jurídicos ni
legales para oponernos a quienes dirigen este país. Se ha dicho que el voto es
un mecanismo de control pero este “control” no tiene fuerza ante los acuerdos
cupulares de los partidos políticos: votemos por quien votemos siempre son los
mismos. Amarillos y azules antes antagónicos hoy son aliados por citar un
ejemplo. Han dejado atrás ideologías y programas para conservar o adquirir el
poder.
Requerimos de toda la creatividad
para ir generando mecanismos de control ciudadano como parte de un verdadero
sistema de rendición de cuentas. Requerimos de diputados y senadores que
promuevan la instauración de juicios de pérdida de investidura, revocatorias de
mandato y otros mecanismos de rendición de cuentas que puedan ser activados a
instancia de los ciudadanos. Nada de esto servirá sin un Poder Judicial fuerte,
sin un sistema nacional anticorrupción fuerte y sin una ciudadanía activa e informada.
Creo que ya es hora de obligar a la serpiente a crear el antídoto para su
veneno. Nos lo merecemos.